El sábado en la mañana estaba en el primer "break" de mis clases. Por algún motivo extraño y posiblemente galático, la persona encargada de traer y prepararnos la comida para esos minutos de descanso no llegó... de seguro se quedó conversando con su almohada y/o quedó muy acañado después de un intenso viernes de parranda angelina. Consecuencia: no teníamos qué comer ni qué tomar.
Obligado fui a la máquina de café junto con un compañero que está en el primer piso. Grande fue la sorpresa al verla de cerca, ya que nunca antes había requerido sus servicios en más de 6 meses de clases, que es la misma máquina que está en el sector de ventas de mi trabajo. Por lo tanto, ya sabía del sabor intenso y no poco atractivo de su café de grano. Por lo menos tenía algo que podía consumir sin tener que romper el régimen alimenticio que estaba llevando.
Sólo había un problema, la máquina daba café con o sin azúcar, no tiene opción de endulzante. Además, ninguno de mis compañeros andaba con las pastillitas o gotitas de stevia, sucralosa o cualquier otro parecido.
Me arriesgué no más, café sin azúcar, sin ningún tipo de endulzante. En mis 31 años de vida, jamás había tomado café sin algún tipo de endulzante y cada vez que me daba cuenta que le faltaba no seguía tomando, sin analizar su sabor puro. Esta vez lo quise probar... y no estuvo mal, todo lo contrario, jamás pensé que fuera tan bueno así.
Me acordé de mi amigo Egon que lo toma así tal cual, sin azúcar ni endulzante. Desde ese momento, me he tomado más de 5 café de esa forma (con excepción del que tomé el sábado en la noche), ya sean de grano o tradicionales.
Sin duda, consumir sabores puros no siempre son una buena experiencia a nuestro paladar, tendemos a echarle sal o azúcar para "mejorarle" su sabor. Sin embargo, pienso que estamos mal acostumbrados a modificar los sabores originales, valga la redundancia, por costumbre, educación, cultura y otros motivos que no nos sentamos a analizar detenidamente ni tampoco a cuestionar qué pasaría si lo hiciésemos diferente. Tendemos a hacer lo que siempre se ha hecho, a hacerlo de la misma forma que ha resultado, irse "a la segura". Los chilenos, especialmente los educados de manera más conservadora (no es mi caso), nos arriesgamos poco a hacer las cosas distintas, a cuestionarnos nuestras costumbres. Hay momentos en la vida que el riesgo es necesario. Arriesgarse genera un punto de inflexión, siempre habrá un antes y un después. Y si el resultado no es positivo aparentemente, siempre queda la experiencia de haberlo intentado y, con eso, ya estamos dando un paso importante.